¿Cuántas veces, a lo largo de
la historia, habrán escrito los hombres sobre las mismas cosas? ¿Cuántos
escritores han puesto en palabras el amor, la amistad, el desdén, la furia, la
guerra, la pasión? ¿Cuántas anónimas personas han escrito sobre la familia, la
política, el dinero, la libertad, la razón?
Miles, decenas de miles, millones de manos han dejado en
el papel el rastro de los temas perennes. Miles de entre los babilonios, lo
hicieron con el cálamo en las tabletas de arcilla. Escribieron en base a nudos
centenares de cuenteros e historiadores incas. Los íberos sobre planchas de
hierro y los egipcios en la dura piedra con el cincel.
Los medios han variado de manera sorprendente desde la
simple ralladura en el hueso del mamut hasta la precisa computadora. Mas, los
temas siguen siendo los mismos. Así, los seres humanos hemos cambiado muchísimo
en la forma de vestir, de comer, de bailar y de morir, pero en lo esencial
mantenemos las mismas profundas inquietudes: sobresalir, ayudar, crecer,
compartir, luchar, competir, amar, convivir...
Llama poderosamente la atención que sigamos girando
alrededor de las mismas cosas. Es como si no hubiera nada nuevo bajo el sol
para el hombre. Pareciera que los cambios son como la arena del desierto que se
lleva el viento, mientras que las inquietudes más profundas, como las dunas,
aunque varíen de aspecto, siguen siempre ahí. Siddharta Gautama, el Buda,
enseñó hace 2.500 años que todo ser humano sufre por la enfermedad, la vejez y
la muerte. Jesús, el de Nazareth, mostró cómo se pierden las inveteradas
costumbres por causa de la avaricia. Confucio de Lu insistía en que la ética y
la política deben ir juntas. Y Platón de Atenas, en páginas memorables,
escribió que el peor de los gobiernos es el del tirano. Sus enseñanzas e ideas
siguen vigentes a pesar del tiempo transcurrido. No han pasado de moda, no han
quedado desfasadas, no han perdido ni un ápice de su frescor ¡Preciosas flores
inmarcesibles! ¡Qué de buenos consejos, qué de precisas ideas, qué de profundas
reflexiones tenemos a nuestro alcance!
También se ha escrito hasta la saciedad sobre la guerra.
Zweig describió la pasmosa sorpresa que causó el
estallido de la Primera Guerra Mundial y defendió la paz a ultranza. Cervantes
sufrió en sus carnes la guerra marítima de Lepanto y conservó la memoria de la
guerra honorífica de los caballeros andantes, mucho más beneficiosa que el sanguinario enfrentamiento de tropas. La
Bhagavad Gîta de la milenaria India narra cómo es preferible la guerra con uno
mismo a la guerra contra los demás. Víctor Frankl testimonió las consecuencias
de la locura del exterminio. Miles de páginas se han llenado con los horrores
de las guerras sin sentido.
La guerra, uno de esos temas de siempre. La guerra ha
sido proscrita y denunciada como uno de los mayores males de la humanidad por
todos los prohombres. Y, sin embargo, ahí llega otra vez la amenaza de la
guerra: los países de la OTAN y Rusia enfrentados por el dominio de Ucrania.
Justo cuando se cumplen 100 años del inicio de la Gran Guerra, los gobernantes,
haciendo gala de una supina ignorancia histórica, de un nulo sentido común y de
una total insensibilidad moral, parecen empeñados en caer en el mismo error que
hace un siglo. ¿Es que no saben sentarse a dialogar? ¿Es que se ha perdido el
milenario arte de la Diplomacia? ¿Por qué en la era de las comunicaciones no se
comunican?
¡Escuchen por favor! ¡Se ha dicho millones de veces! ¡La
guerra es un crimen de lesa humanidad! ¡No lo vuelvan a cometer!
Francisco Capacete
Filósofo y abogado
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