Hace unos
cuantos años aprendí de un viejo egiptólogo qué significaba para los egipcios
de la Antigüedad actuar con el corazón. Me fascinó tanto que, desde aquel día,
he investigado esta idea y la he puesto en práctica cada vez con más
entusiasmo. Al aplicarlo y comprobar qué se experimenta, caí en la
consideración de que estaba haciendo arqueología viva, porque había rescatado
una idea de la antigüedad y le había dado nueva vida. Escribo estas líneas con
la esperanza que aquella mágica civilización renazca en el corazón de esta que
muere cada día más rápido.
Como bien dice José Carlos
Fernández “Según los Iniciados egipcios,
el corazón es el asiento de la
conciencia moral, el trono donde mora el dios interno del hombre. Como
toda sangre es impulsada por el corazón y a él vuelve, toda vida deja su huella
en el corazón. Los egipcios lo representaron por una vasija donde se hallaba la
esencia de las experiencias vividas. En el “Peso del Corazón del Difunto”, es
lo que se pesa en uno de los platillos de la balanza (y en el otro la pluma de
la Verdad, Maat). Es necesario para superar esta prueba un corazón de fuego que
reduzca a cenizas las acciones”.
El verdadero corazón de un
hombre, lo que lo humaniza y lo describe profundamente es la conciencia moral.
Ésta se refleja en las acciones, pero no en una o dos, sino en la trayectoria
de las acciones a lo largo de la vida. Una persona pérfida o envidiosa, podrá
disfrazar durante un tiempo su carácter, pero tarde o temprano se desvelará.
Una persona buena y justa podrá cometer errores, pero su sello tendrá el
grabado de la prudencia.
Por esta razón, jamás he juzgado
a una persona ni a mi mismo por una conducta aislada. Esto me ha dado paciencia
suficiente para darle tiempo al verdadero conocimiento de la gente. Para
valorar a uno mismo o a otro, debemos conocernos y conocerlo. ¿Cuánto se tarda
en conocer suficientemente bien a un hombre? Años, muchos años. Por lo tanto,
hasta que no pasan varios años de convivencia no es posible valorar bien ni
mucho menos juzgar con sensatez a las personas. Conocer bien a alguien es, para
los egipcios antiguos, conocer su corazón-conciencia.
El corazón-conciencia es “ese
otro yo” que nos acompaña y que se da cuenta de todo lo que pensamos, de todo
lo que sentimos y de todo lo que hacemos. A este “nosotros mismos” que llevamos
siempre como compañero, no le podemos ocultar nada. Ese “otro yo”, muchas veces
nos sopla al oído del alma lo que es correcto y lo que no. Cuando le hacemos
caso estamos bien con nosotros mismos; cuando no le hacemos caso nos sentimos
mal con nosotros mismos.
El filósofo ateniense Sócrates
le llamó daimon (=genio). Decía
Sócrates que él tenía un genio que le advertía cada vez que iba a hacer o decir
algo incorrecto o inmoral. En la filosofía del Tíbet le llaman la “Voz del
Silencio”. En el esoterismo indo manas,
en la cultura occidental la “voz de la conciencia”. Son diferentes nombres para
referirse a una realidad interior y real.
Cuando vivimos desde nuestro
corazón-conciencia encontramos serenidad porque somos sinceros. Desarrollamos integridad
y autenticidad porque no llevamos una doble vida moral. Nos volvemos eficaces
porque actuamos con conciencia. Y mantenemos un buen humor porque desde dentro
muchas de las situaciones estresantes y dolorosas que nos acucian, pierden gran
parte de su carácter trágico.
Algunas enseñanzas del visir
Ptahotep sobre el corazón-conciencia:
“Para un hombre su
corazón es vida, salud y prosperidad” (Ankh-Oudjat-Seneb).
“Sólo puede mandar
aquel que llega al corazón”.
“Llega al corazón
aquel cuyas palabras no giran egoístamente en torno a sí”.
“Quien obedece a su
corazón estará en orden”.
Francisco Capacete
Filósofo y abogado
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