Me
considero mallorquín aunque mis padres sean sevillanos porque nací en esta
maravillosa isla. Lo primero que vieron mis pequeños ojos fue el cielo azul
pálido y rojo del otoño y crecieron nutriéndose de la luz teñida de mar. Mis
pies descalzos caminaron por la tierra de los honderos antes que por ninguna
otra y esta tierra insufló en mi espíritu su carácter inconfundible. Mi olfato
percibió la brisa salina del mar mediterráneo junto al lácteo olor del pecho de
mi madre. Y, si bien di mi primer beso de enamorado en la ciudad condal, la Serra
fue mi primer y verdadero amor.
Viví
doce años en Barcelona. Me marché porque mi alma adolescente me exigía aventura
y traspasar los límites establecidos. Viví aventuras y traspasé los límites
geográficos y sociales. Y cuando menos me lo pensaba regresé a mi almendrada
isla rocosa. Tal vez, por ser mallorquín de carne y forastero de sangre, me ha
atraído sobremanera comprender el carácter mallorquín, del que poco se habla y
menos se escribe, del que sobresalen los tópicos quedando oculto su sello. Como
no sé qué es ser mallorquín, pero lo intuyo, me decidí a investigar, a observar
y a poner por escrito el resultado de estas pesquisas. Lo que escribo no es la
verdad, pero es mi verdad, lo que sinceramente siento y pienso.
Hay
autores que defienden que el carácter de un pueblo viene definido por su
historia. De ser así cada vez seríamos más mallorquines, porque a más historia
más carácter y, viceversa, en los tiempos de los honderos habríamos sido menos
mallorquines que en el siglo XX. Con un pueblo pasa, más o menos, que con un
individuo. Los niños, aunque no tengan muchos años de vida –poca historia- ya
poseen un carácter definido. Las experiencias que vendrán luego, a medida que
transcurra su vida, le permitirán aquilatar ese carácter, darle más brillo, más
presencia o, por el contrario, diluirlo en la masa social si no aprovecha esas
experiencias.
De
modo que la historia no es la que hace el carácter de un pueblo, sino que es
uno de los muchos que le dan su forma de ser. Por ejemplo, Mallorca ha sido
objeto de varias invasiones a lo largo de su historia; parece ser que todo
comenzó con los íberos, luego llegaron los romanos, vándalos, bizantinos,
árabes, cristianos y, por último, las oleadas germanas. Pero ¡qué pueblo no las
ha tenido! Los griegos fueron invadidos por los persas, los romanos y los
turcos. México por los toltecas, los españoles, los franceses y los
norteamericanos. Hay quien argumenta que tanta invasión nos ha hecho
indiferentes y pasotas. De ser así, los griegos y mejicanos también lo serían.
De modo que, además de la historia, otros factores influyen en la formación de
nuestra forma de ser.
Para
mi tiene gran relevancia el carácter de la tierra. Los antiguos hablaban del genius loci. “Genius loci es un concepto Romano. De acuerdo a las
creencias romanas antiguas, cada ser independiente tiene su «Genius», su
espíritu guardián. Este espíritu da vida a la gente y a los lugares, los
acompaña desde el nacimiento hasta la muerte y determina su carácter o esencia
(…) El Genius denota lo que una cosa es o lo «que quiere ser», según
las palabras de Louis Khan” (Christian Norberg, Revista Morar, núm. 1. Facultad
de Arquitectura Universidad Nacional de Colombia). Si queremos descubrir de
dónde procede nuestro carácter tendríamos que investigar cómo es el carácter
del Genio de Mallorca - pero esto es asunto para otro artículo.
Uno
de los rasgos que nos definen es una especie de aversión ingénita hacia todo lo
que sea ser más que los demás. Somos gente sencilla y no nos gustan aquellos
que se las quieren dar de superiores. Si bien, nuestra tierra y cultura tienen
unos valores únicos, históricamente no ha sido relevante ni económica, ni
social, ni culturalmente, como nos recuerda el profesor Vidal, “Mallorca era
uno de los Reinos que, sin lugar a dudas, ocupaba una condición de segunda
categoría. Era un Reino de segundo orden” (J. Juan Vidal, "Mallorca: un
Reino sin Cortes". Archivo Sardol 47/49, 1996, pp. 237-251). Algo que
jamás se le perdonará a la Munar son esos aires de superioridad, de
aristocracia artificial y postiza que se gastaba; algo que jamás se le
perdonará al Matas, no es su palacete y sus escobillas del w.c. de 500 €, sino
el haber presumido de ello. Y esto porque nos gusta la tranquilidad que da la sencillez
y la austeridad. Fijémonos en nuestra arquitectura: casas, iglesias, murallas
son de factura sencilla y austera, incluso la Seu es de un gótico levantino
sobrio, si bien la reforma de la fachada principal, tras el terremoto de 1851,
inspirada en la moda francesa de las grandes catedrales, le añadió la fachada
que contemplamos hoy día y que excede de las dimensiones propiamente
mallorquinas. Recordemos qué revuelo causa ese macro cartel que anuncia las
cuevas del Drach a la entrada de Porto Cristo. Lo que chirría del cartel no es
su instalación en suelo rústico sin la preceptiva licencia, sino lo exagerado
de sus dimensiones. No es coherente con nuestra forma de ser.
Los
mallorquines somos reservados, tal vez porque no nos sentimos muy seguros
hablando de nuestro ser interior. No nos definimos (“ja et diré coses”), pero
esto no nos supone ninguna angustia existencial porque sí sabemos muy bien
quiénes somos como pueblo. Somos defensores acérrimos de las costumbres. El
mallorquín no se identifica con una personalidad, sino con una tradición. No
tiene como finalidad principal en la vida realizarse individualmente, sino
realizarse como pueblo. El tan socorrido tópico de que somos cerrados es
totalmente falso. ¡Cuántas veces he escuchado decir que somos cerrados porque
vivimos en una isla! El más idiota de los discípulos de Platón hubiera
detectado al instante lo absurdo de ese argumento. Es cierto que vivimos en una
isla, pero esta isla no ha permanecido desconectada del resto del mundo.
Además, hemos ido absorbiendo las influencias de las culturas que han pasado
por la isla, señal de nuestra mentalidad abierta y plural. ¿Quieren conocer una
mentalidad cerrada? Visiten el interior de Castilla y León o los pueblos del
Pirineo vasco-francés. Nosotros somos mediterráneos, vivimos en la calle y en
el campo, nos gusta la fiesta (Sant Antoni y el Carnaval tienen en Mallorca un
patente carácter dionisíaco) y hacer amistad con los no-mallorquines, les
llamemos como les llamemos. Es más, en Mallorca, tradicionalmente, las
propiedades no se cerraban con muros. El payés que cerraba un campo lo hacía
para que no escaparan los cerdos, pero no para cerrar su propiedad y aislarse.
Mi amigo Jaume Salamanca, ya jubilado, que trabajó muchos años reparando
averías por toda la geografía de la isla, me comentaba que cuando llegaba a un possesió, lo habitual era encontrarse
hasta la puerta de la casa abierta, aun cuando sa madona estuviera labrando en el huerto. Esta moda de cerrar las
fincas la han traído los alemanes y la necesidad de protegerse de los
delincuentes. Nuestra mentalidad es abierta, hospitalaria, acogedora como la
tierra en la que vivimos.
Sí
es verdad que somos reservados a la hora de hablar de nuestro ser interior.
Pero somos extrovertidos con las manos. Como mejor expresa el mallorquín su
mundo interior es con el trabajo cotidiano. Esta maravillosa joya que es
Mallorca es una tierra domesticada por el hombre, un hombre doméstico, de la
casa, de la isla, un hombre y una mujer locales que se mueven y se entienden mejor
a corta distancia. Y ha ido expresando su ser interior pacientemente, labrando,
cuidando, formateando la tierra que pisa y habita. Si quieres conocer bien a un
mallorquín, trabaja junto a él.
Otra
cuestión que me ha llamado la atención es que la mujer ha sido quien,
tradicionalmente, ha llevado los pantalones en la casa. “Sa madona” administra,
decide, amonesta en privado, educa el carácter de los hijos, toma la iniciativa
y conserva su patrimonio tras el matrimonio con el régimen de separación de bienes.
Ella es la “energía” del hogar. Y es que vivimos una tierra que tiene una
energía femenina: acogedora, doméstica, bella, íntima, cercana y misteriosa.
¿Será femenino el Genio de Mallorca? Tal vez, por este rol marcado de la mujer,
el varón no ha sentido necesidad de
madurar demasiado deprisa. Los mallorquines somos de lenta maceración. Y,
claro, tampoco hemos sentido una necesidad acuciante de colocar cada cosa en su
sitio de nuestra propia personalidad. Pienso que al no tener certezas de cómo
somos individualmente, tendemos a ser reservados. ¿Es que no conocemos bien
nuestras propias emociones y eso nos hace ser parcos a la hora de hablar de uno
mismo, de nuestra interioridad? Tomeu de Can Monget me explicaba hace unos
meses que al mallorquín no le han enseñado a expresar sus emociones. Los
padres, los abuelos, la sociedad no
dejaba que traslucieran las emociones. Recordemos nuestra Semana Santa,
callada, silenciosa, de sentimiento contenido. Y claro, ¿cómo vamos a ser
espontáneamente extrovertidos si no sabemos manejarnos en lo psicológico?
Eternos adolescentes, no obstante, disfrutamos sin complejos del síndrome de
Peter Pan. No caemos en ninguna angustia existencial por no poder decir con
palabras nuestro mundo interior, porque lo expresamos con nuestras manos.
Aparentemente, somos niños, despreocupados,
incluso podemos llegar a aparentar indiferencia. Pero no nos engañemos,
es pura apariencia.
Estas
son unos pocos rasgos de nuestro carácter. Mis investigaciones continúan y la
pluma no quedará ociosa. ¡Hasta la próxima!
Francisco Capacete