¿Cómo es
conveniente morir? ¿De pie, estampado al volante de un ferrari, en la cama de
un hospital, arropado de arrugas y nietos o fulminado por una bala anónima?
¿Cómo preferiría, queridísimo lector, el escenario y las circunstancias de su
último suspiro? ¿ Una noche lluviosa y etílica, un atardecer heroico o una
mañana en el hospital mientras el médico les deja caer a sus familiares el “no hemos podido hacer nada más” como si se refiriera al motor del
coche? Sea como sea, esa no es la cuestión más importante. El tema realmente
importante es qué van a hacer los demás con uno, tras nuestra marcha hacia el
misterioso ocaso.
Hay quien dice que el hecho de la muerte es incómodo para nuestra
sociedad y que las personas tratamos de evitarlo porque no sabemos cómo
gestionarlo. ¡Obviamente que la muerte es incómoda y hasta dolorosa!
¿Gestionarla? ¿Se puede gestionar la muerte, el sufrimiento, la despedida? No.
Se puede gestionar un negocio, una compraventa, un patrimonio, pero no el alma
humana y su destino. Es que hay terapeutas superficiales que lo arreglan todo
gestionando, las emociones, el dolor, el pasado, el subconsciente, el temor, el
odio, etc., y algunos hay que pretenden gestionar la muerte. Me pregunto, ¿cómo
vas a gestionar algo en lo que no tienes experiencia? ¿Es que te has muerto ya
varias veces?
¿Qué es la muerte y qué se debe hacer con los muertos? Para algunas
culturas la muerte lo es del cuerpo, pero no del alma, que sobrevive y se
traslada a otra dimensión más beatífica, tras pasar por el lugar de la purga.
Para otras, la muerte es un aletargamiento de la conciencia en lo físico,
disolviéndose éste al faltarle el principio animador –el ánima. La conciencia
se desprende del cuerpo, como el vapor del mar y asciende a lo que se ha
convenido en llamar el Cielo entre los cristianos, el Devakán entre los
hindúes, el Valhalla en la mitología nórdica, etc. tras un periodo más o menos
largo, regresa a lo físico renaciendo en un nuevo cuerpo, como regresa el vapor
en forma de agua al océano. Dependiendo de la forma de entender la muerte y el
alma, las sociedades han ideado maneras diferentes de tratar el cuerpo del
difunto. Unas lo entierran bajo tierra – de ahí la palabra “entierro”-, otras
lo sepultan en un nicho o tumba, otras los incineran y culturas ha habido que
dejaban el cadáver expuesto para que las aves carroñeras devolvieran el cuerpo
a la naturaleza.
Aquellas culturas lo tenían muy claro, sabían qué era la muerte y qué
hacer con sus muertos. El problema lo tenemos nosotros que hemos perdido el
conocimiento del más allá tras haberle vendido el alma al materialismo ateo.
Los budistas tibetanos dejaron explicaciones muy concretas sobre el viaje del
alma en el Bardo Thodol, así como los egipcios antiguos lo hicieron en el Libro
de la Salida del Alma a la luz del Día –mal traducido como Libro de los
Muertos. Dante se esmeró en describir los paisajes que se encuentra el alma en
el otro lado. Decenas de miles de personas han experimentado experiencias
cercanas a la muerte y relatan qué ocurre cuando morimos con una sorprendente
coincidencia de datos. Pero el materialismo ateo niega todo esto y coloca este
conocimiento en el cajón de las supersticiones. Pero, ¿cómo puede negarle valor
a lo que no investiga? La muerte es un trauma para el materialismo y se
enfrenta a ella con miedo, pavor o infantiloide indiferencia.
Es cierto que este tema no suele ser centro de conversaciones. Tampoco
aparece entre las materias de estudio de los niños. Cuando algún ser cercano
fallece muchos padres no saben cómo decírselo a sus hijos y muchas personas
reconocen su incapacidad de acompañar a los familiares en el sentimiento. En el
fondo no sabemos cómo estar en los dominios de la parca fatídica. Desde
pequeños nos enseñaron a comportarnos en la mesa, a limpiarnos el culito y a
saludar por la calle, pero nadie nos mostró cómo proceder en el momento de la
muerte, ni profesor alguno nos explicó qué es la muerte. ¡Con razón nos
sentimos ignorantes y desamparados! Esta sociedad materialista y desganada,
negacionista del alma y de todo aquello que no pueda explicarse como “cosa”,
nos niega, asimismo, un derecho y un deber fundamentales: vivir la muerte de
manera natural.
¿Qué hacemos con nuestros muertos? Esta cuestión es un verdadero
trauma. Y como no sabemos qué hacer, nos enzarzamos en asuntos periféricos como
monumentos, homenajes y pomposas muestras de dolor ficticio. El caso del
monolito de Sa Feixina es una clara
muestra de nuestra incompetencia ante la muerte. Unos desean conservarlo porque
es un homenaje a chicos muertos en una guerra. Otros desean derribarlo porque
es un homenaje a chicos muertos que no eran republicanos. Unos declaran que es
un monumento fascista y otros que es un monumento patriótico. Siguen los bandos
en pie de guerra. Las guerras intestinas que sufrió este país provocaron
decenas de miles de muertos. Los muertos no son de un bando ni del otro, son
muertos. ¿Qué hacer con ellos? ¿Nos seguiremos peleando y enfrentando en su
nombre? ¿Es esta la mejor manera de honrar sus muertes? Parecemos ciegos que se
pegan de tortazos sin saber quién es su amigo y quién su enemigo. Esperpéntica
estampa que, de vivir Goya, inmortalizaría en algún papel. Dejemos tranquilos a
los muertos y vivamos en paz sabiendo que la vida sigue, pero sigue hacia
adelante.
Francisco Capacete González
Filósofo y abogado