Una de las más funestas sensaciones que
tenemos los ciudadanos es que esta sociedad marcha sin rumbo. Muchos filósofos
han comparado la ciudad o la sociedad con un barco que surca el mar de la vida.
Este es uno de los significados de la nave de Odiseo. El héroe es el prototipo
del gobernante, la tripulación es el pueblo y la odisea es el camino o ruta que
debe seguir la sociedad para arribar a Ítaca, es decir, a la realización
colectiva o civilización. Actualmente, nos hallamos perdidos en el océano de
las circunstancias. No sabemos hacia dónde debemos ir, qué rumbo tomar y ni
siquiera si existe un rumbo acertado.
Esta sensación de desorientación no es
una valoración subjetiva. Es la percepción interior de una serie de hechos
objetivos. Describiremos algunos y muchos otros
los omitiremos para no alargar en demasía este artículo de opinión. Comenzaremos
por las religiones. Cada vez hablan menos del alma y de dios y más de otras
cuestiones periféricas a la religión. La Sangha –iglesia- budista prácticamente
no habla de la divinidad y presta más atención a la meditación, a la
felicidad y al bienestar interior. Hace poco escuché decir a un conocido que se
profesa budista que le gusta esta religión porque en ella no hay dioses. Seguramente,
ninguno de los sacerdotes con los que tomó contacto le habló del Addi Budha o
del Avalokiteshvara, divinidades importantísimas del panteón budista. La
Iglesia Católica cambia de parecer respecto a temas teológicos en cada concilio.
Sus sacerdotes y dirigentes publican opiniones sobre la inferioridad de la
mujer respecto del hombre, sobre la homosexualidad como enfermedad o sobre la
traición que supone no marcar la casilla respectiva en la declaración de la
renta, mientras los creyentes les preguntan cómo pueden conocer a dios y llegar
a él, sin obtener respuestas convincentes.
En el ámbito de la ciencia la desorientación es, asimismo, enorme. El último siglo ha sido el más fértil en inventos y desarrollo de la tecnología de la historia. Ha sido tal el frenesí y la ansiedad en la carrera de la superación de los límites de la técnica y del conocimiento que se ha perdido la referencia moral necesaria para no aniquilarnos usando los aportes de la ciencia. Parecía que el uso de la bomba atómica en Nagasaki e Hiroshima por parte de los EE.UU., en agosto del 1945, había sido una llamada de atención para blindar el uso de la tecnología con unos valores éticos universales. De hecho, tres años más tarde se aprobaría por la Asamblea de Naciones Unidas la Declaración de los Derechos del Hombre. Pero no fue suficiente y a día de hoy la producción científica está a merced de grandes multinacionales que la usan sin ningún tipo de control ético. Por ejemplo, la industria farmacéutica dedica billones de dólares a producir fármacos que no curen del todo y usa en la experimentación millones de animales tratados como carne de cañón. Desorientados están los científicos y divididos en cuanto a si la ciencia debe tener límites éticos o no.
En el ámbito de la ciencia la desorientación es, asimismo, enorme. El último siglo ha sido el más fértil en inventos y desarrollo de la tecnología de la historia. Ha sido tal el frenesí y la ansiedad en la carrera de la superación de los límites de la técnica y del conocimiento que se ha perdido la referencia moral necesaria para no aniquilarnos usando los aportes de la ciencia. Parecía que el uso de la bomba atómica en Nagasaki e Hiroshima por parte de los EE.UU., en agosto del 1945, había sido una llamada de atención para blindar el uso de la tecnología con unos valores éticos universales. De hecho, tres años más tarde se aprobaría por la Asamblea de Naciones Unidas la Declaración de los Derechos del Hombre. Pero no fue suficiente y a día de hoy la producción científica está a merced de grandes multinacionales que la usan sin ningún tipo de control ético. Por ejemplo, la industria farmacéutica dedica billones de dólares a producir fármacos que no curen del todo y usa en la experimentación millones de animales tratados como carne de cañón. Desorientados están los científicos y divididos en cuanto a si la ciencia debe tener límites éticos o no.
Leemos a menudo declaraciones de artistas
en las que expresan su desorientación en clave de búsqueda de nuevas técnicas
de expresión. Se buscan nuevos conceptos, nuevas tendencias creativas, se
prueba con una cosa y con su contraria, se exploran los extremos de lo concebible
y permitido, los tabúes y los instintos psicológicos, de tal manera que se entra en el terreno de lo histriónico, lo injurioso, atentando contra la
dignidad del público. Obviamente que hay artistas y obras de arte maravillosas,
tanto en épocas pasadas como en la actual. Pero la falta de rumbo en el arte
produce regularmente subproductos artísticos que son una verdadera tomadura de
pelo. A veces al artista se cree por encima del bien y del mal porque es artista
y cree que se le debe permitir todo en aras de la libertad de creación. ¿Hay que poner límites
éticos a los artistas o se les debe permitir cualquier tipo de expresión con
cualquier contenido? No sabemos muy bien que responder porque no conocemos el
rumbo que debería seguir el arte, como tampoco sabemos qué es el arte.
Y, por último, tocaremos la falta de rumbo
en la política. ¿Cómo podemos demostrar objetivamente que en la política nadie
sabe hacia dónde ir? Es fácil, sólo tenemos que repasar los temas que todos los
partidos han puesto sobre la mesa en sus respectivos congresos de los últimos
5, 10 y 20 años. Son totalmente diferentes. Nadie sigue una línea definida. La falta
de rumbo ha provocado que en todos los congresos o asambleas se hayan producido
profundas disensiones y rupturas. Se han dado casos de transformismo ideológico,
como el que se ha producido en todo el arco de la izquierda. En el otro
extremo, en la derecha, la corrupción se ha desvelado institucional y crónica.
No obstante los abundantes casos de engaño a los ciudadanos por parte de
las formaciones políticas, todavía no se ha aprobado por el Congreso una ley
estatal para regular la actividad política, estableciendo las infracciones y
sanciones correspondientes, así como sí se ha aprobado una ley del
voluntariado, otra ley del funcionariado o de la función pública, otra de las
fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, entre muchas otras. ¿Deben
establecerse límites éticos y jurídicos a la actividad política? Y, ¿quién debe
establecerlos, los mismos políticos o los ciudadanos?
En una sociedad adoradora del credo de
la competencia como es la nuestra, en una nave cuya tripulación y capitanes se
enzarzan en disputas continuas, estalla la violencia porque nadie sabe hacia dónde
nos dirigimos, cuáles son las finalidades de la vida en sociedad y cada uno ve en el otro a su contrario. ¿Acaso no es
un subproducto de esta sociedad esa persona que arremete indiscriminadamente con
una escopeta o un hacha contra la gente que pasea pacíficamente por su ciudad?
¿Cómo podemos recuperar el rumbo? ¿Dónde
podemos encontrar fines y principios que orienten nuestra vida en sociedad? En
la filosofía. Necesitamos, más que nunca, conocer la naturaleza del individuo y
de la sociedad, investigar quiénes somos y quiénes queremos ser. Necesitamos
saber si la concordia es más natural que la competencia, si la ética es más
importante que el beneficio crematístico, si el ser humano es materia y energía
o, además, conciencia y destino.
Termino con unas palabras del profesor
Jorge A. Livraga que reflejan este ideal de la filosofía. “¡Qué hermoso sería
que todos los seres humanos entendiesen que es imposible perforar la oscuridad
de nuestros tiempos, sus mentiras o mitos, con el bastón de la violencia, y
recurriesen a encender la lámpara de la sabiduría para poder reconocerse los
unos a los otros, tal como somos…!”
Francisco Capacete González
Filósofo y abogado