Este siglo XXI, emblema del caos y la corrupción, revela con precisa claridad su carácter medieval. Pensadores como Umberto Eco y Jorge A. Livraga, alertaron ya en los años sesenta de la llegada de una nueva edad media. Y los acontecimientos que se han ido desarrollando desde entonces no dejan de darles la razón. Tendencia al feudalismo, economías de subsistencia, aparición de mercados basados en el trueque, bardos que cantan las injusticias con una sencilla guitarra o la atomización de las creencias religiosas son características propiamente medievales que han aparecido aquí y allá.
Una
edad media es una época que, como su propio nombre indica, se enclava entre dos
épocas de esplendor o desarrollo. La historia de la humanidad ha conocido
muchas edades medias. La civilización china pasó por varias, como la llamada
Era de los Estados Combatientes. El Antiguo Egipto también pasó por épocas
medievales o “intermedias”, así como la Grecia antigua tras el esplendor de las
culturas cicládicas y minoicas. De modo que, como le ocurre al individuo, la
humanidad pasa por fases o ciclos de desarrollo y decadencia, de expresión y de
consunción, de vitalidad y de senectud.
El medioevo se caracteriza por una pérdida de los
valores fundamentales. De ahí
proviene el caos, es decir, la percepción psicológica del caos, de no poder
distinguir qué es cada cosa, para qué sirve cada institución, cada
subestructura de la sociedad. Si preguntáramos a cualquier ciudadano para qué
sirve la política, la religión, la familia, el ejército, la educación, etc., se
vería en serios aprietos para responder, porque todos estos sistemas han
perdido sus valores fundamentales. Y como no se sabe cuál es su naturaleza
fundamental, cada cual los usa según para sus propias necesidades, desnaturalizándolos. La
política se usa para alcanzar el poder y no para organizar adecuadamente la
sociedad, la religión para adoctrinar en lugar de llevar el alma hacia la
divinidad, la familia para procrear y no para fomentar la fraternidad, el
ejército para hacer campañas de imagen y no para terminar las guerras, la
educación para fabricar mano de obra y no para enseñar a ser libres e íntegros.
Vivimos
en una época de caos, de falta de valores fundamentales, de pérdida de
teleología. No es la peor ni la mejor de las épocas históricas. Es nuestro
tiempo y si nos sirve para encontrar los principios fundamentales será una buena
época. Toda crisis es un periodo donde aparecen problemas y los problemas
ayudan a encontrar soluciones, pues todo problema contiene en sí mismo una
solución. La búsqueda de soluciones favorece el desarrollo de la inteligencia.
Y
la solución al caos actual llega de la mano de la utopía. El término “utopía”
es acuñado en el Renacimiento por Tomás Moro para designar la ciudad ideal. De
modo que una utopía es un ideal político. Moro, Campanella y Bacon se
inspiraron para escribir sus utopías políticas en Platón y, más en concreto, en
el diálogo “La República” -que en el original griego se titulaba “La Ciudad”.
Este libro es el mejor tratado de ciencia política de la historia de la
humanidad y describe cómo construir una ciudad plena, con unos políticos
honrados, con un sistema educativo integral y no dogmático, con una sanidad que
prima la prevención y la concienciación de la población, con unos principios
éticos basados en la Justicia, etc.
Cuando
se dice que las utopías son irrealizables, se cae en un error. Es
falso que una utopía sea imposible de plasmar en la realidad cotidiana. Los
antibióticos fueron una utopía antes que una realidad; los vuelos espaciales
fueron una utopía; la conquista de los Polos; la democracia; incluso tú,
lector, es posible que mucho antes de nacer, para tus padres fueras una
utopía. Obviamente, las utopías o los
ideales no son fáciles de alcanzar, como no fueron fáciles de plasmar la
Capilla Sixtina, el Partenón de Atenas, ni la política social de Confucio. Pero
con ideas claras, sentido histórico y ético y constancia todo se logra.
Marchemos
hacia la utopía de un mundo nuevo y mejor. Pongamos en nuestras alforjas una
nueva ciencia liberada de dogmatismos, un nuevo arte liberado de
intelectualismos, una nueva política liberada de loca ambición y una nueva
mística liberada de fundamentalismos. Y no olvidemos lo más importante,
necesitamos un hombre y una mujer que rescaten los valores fundamentales de la
vida, del individuo y de la sociedad humana.
Francisco
Capacete