Estas navidades ha
caído en mis manos el Diario del conde Kessler en el que recoge, este gentleman
prusiano, sus vivencias y recuerdos del periodo 1893-1937. Curiosamente, el
manuscrito de este Diario se encontró por casualidad en Mallorca donde residió
durante algunos años. Alquiló un piso en el barrio de la Bonanova junto a su
fiel amigo Max Goertz, y guardó sus cuadernos de notas en la caja fuerte de un
banco sin que nadie pudiera dar razón del mismo.
Este libro contiene
páginas memorables, al menos para mí que amo la política y la historia.
Permitidme que os aclare que cuando digo “política” no me refiero a estar en un
partido o en otro, dado que el partidismo es un ínfima parte de lo político. La
Política es la ciencia y el arte de la convivencia efectiva entre los seres
humanos. Es una ciencia porque exige conocimiento de la naturaleza humana. Y es
un arte porque su objeto somos los seres humanos, un “material” que no puede
gobernarse con meras fórmulas racionales, ni mucho menos económicas.
Como os decía, este
libro contiene la crónica fresca y en directo de los entresijos de la Gran
Guerra, siempre desde el punto de vista del autor. Alemán por parte de padre,
irlandés por parte de madre y nacido en París, Harry Kessler se forjó un
espíritu cosmopolita y universal. Entre sus amigos y conocidos se encuentran
personajes como Verlaine, Munch, Strauss, Wolf, Einstein, Rodin, Rilke, Mann,
Nietzsche, etc. Sus notas sobre los inicios de los combates en Europa y de las
negociaciones posteriores, así como su visión de la naciente Sociedad de
Naciones, son propias de un gran hombre de política, con una inteligencia
profunda y visión a largo plazo.
Kessler advirtió que si
la Sociedad de Naciones dejaba fuera de su organización a los trabajadores y
las empresas, así como a los países no alineados, si no se creaba un derecho
internacional vinculante, sería un fracaso. Y no se equivocó.
Esta lectura me ha
hecho recordar otras tantas figuras de la política universal. Solón, Pericles,
Escipión, Lincoln, Churchill, Augusto, Ashoka, Omar, Moro, Cronwell, Jefferson
y cientos más, que fueron grandes políticos. A cada uno le tocó un pueblo y
unas circunstancias diferentes. Algunos fueron emperadores y otros simples
consejeros, como Confucio, pero ninguno de ellos fue mediocre. Pericles, por
ejemplo, logró que sus conciudadanos superaran la crisis de la derrota y de la
peste. Augusto, el Princeps, fue
capaz de conseguir la paz en todo el Imperio Romano en varias ocasiones. Frente
a sus pensamientos y sus acciones me siento pequeño. Sanamente pequeño porque
puedo reconocer cuánto me queda por aprender. Desgraciadamente no puedo decir
lo mismo de los políticos actuales. Cuando escucho o leo los pensamientos de
los hombres y mujeres que ejercen de políticos, cuando observo sus actitudes y
me entero de sus decisiones, no veo más que a iguales. Nada puedo aprender de
ellos, no porque yo sepa muchas cosas o porque tenga desarrolladas muchas
cualidades, no. No puedo aprender de ellos porque, como yo mismo, no saben
muchas cosas ni pueden hacer gala de cualidades especiales.
¿Qué puedo aprender de
Matas, Bauzá, Barceló, Armengol, Yllanes, Verger, Huertas, Ensenyat, Font,
Pastor, Colau, Mas, Carmena, Rajoy, Sánchez, Putin, Obama, Erdogan, Hollande,
Merkel, Maduro, Jinping, Jong Un,…? Me pregunto: ¿cuáles son sus ideas? Me
respondo “no lo sé”, pues sólo hablan de propuestas. Me pregunto: ¿qué
actitudes admiro en ellos? Respondo “ninguna”, porque les preocupa más su
imagen en las redes sociales que ofrecer un ejemplo de fidelidad a sí mismos,
de moralidad sincera y templanza estoica, cualidades fundamentales para ser
político.
Escuchar al rey Felipe
y a los respectivos presidentes autonómicos en sus discursos de Navidad me ha
producido tristeza. En lugar de hablar de sus pueblos –a quienes demuestran no
conocer-, de sus tradiciones, de sus valores, de la fraternidad, del simbolismo
del solsticio de invierno o de los riesgos de excederse con el alcohol o la
carne, invierten esos minutos de atención ciudadana en seguir haciendo política
partidista. Un buen político sabe que a los ciudadanos no se les puede tratar
de vender un programa a todas horas, porque entonces el político deja de serlo
y se convierte en un comerciante de votos.
Cuando observo que los
llamados “demócratas” son incapaces de aceptar el resultado de las urnas, se me
cae el alma al suelo. Si la mayoría, en números absolutos, ha elegido a un
partido con un candidato para ocupar el cargo de presidente, ¿por qué no lo
aceptan y eligen, a su vez, en la votación parlamentaria, a ese candidato?
Otros, cuando no salen vencedores, directamente acusan al pueblo de haberse
equivocado. ¡Qué enanocracia! Cuando nos enteramos del uso del dinero público
en infraestructuras inservibles o de las discusiones sobre los presupuestos sin
ser capaces de aprobar una parte de ellos para que no falte dinero para lo más
esencial, pienso en la escasa voluntad de gobernar bien que hay en todos ellos.
Los mediocres gobiernan a los mediocres y así está la política actual, llena de
enanos que hablan de manera mediocre, que administran de manera mediocre y que
se las dan de “única alternativa” cuando unos y otros son lo mismo: la imagen
más cruda de la mediocridad.
Estas palabras son duras
y no dejan títere con cabeza, podrá pensar alguno de los lectores. Pero cuando
en tiempos difíciles no paran de subir los impuestos y siguen cobrando lo
mismo, preguntémonos ¿quiénes son los duros de corazón?