Queremos señalar con este breve
artículo la crisis de identidad por la que están pasando algunos pueblos en el
mundo. La reflexión sobre este hecho va pareja a la reflexión sobre la patria,
pues donde la identidad se difumina, la patria se convierte en fantasmal teoría
que nada mueve y a nadie une. Ambas van juntas como van unidas patrimonialmente
la pezuña del buey que tira del carro y su sombra.
A menudo, en este circo ambulante y
tirano que es la actualidad, presenciamos espectáculos de patriotismo vacíos de
identidad. Si a cualquiera que airea su bandera ostentosamente se le preguntara
qué es ese ser nacional que corea, en un primer momento, le veríamos caer presa
de una quietud acompañada de una mirada enfocada hacia el infinito, tras lo
cual vendría un regreso a la carne patriótica para reafirmar su pertenencia al
ser nacional y, por último, ante la incapacidad de poder dar respuesta sobre
qué es ese ser nacional, una mayor agitación de brazos, voces y banderas.
Pongamos como ejemplo el ser español,
pues algo podré decir con propiedad cuando mis padres nacieron en la misma
tierra que Velázquez y mis apellidos entroncan con linajes de humildes herreros
de Castilla y León. Por mis venas corre sangre española, aunque mi discurso
nace sereno y universal, pues todas las patrias y tierras del mundo están
unidas y no separadas, excepto las islas incomunicadas, que a día de hoy deben
quedar menos que hombres y mujeres sensatos en política. Muchas veces me he
preguntado, indagando en mi natural ascendencia y actual presencia, qué es ser
español. Es difícil describir lo que uno es siempre, lo que llevamos adherido
desde nuestra concepción, lo que vuela con nuestra respiración, lo que se mueve
con nuestras manos, lo que impregna la letra que escribimos y el sonido que
proyectamos. Siendo la aventura riesgosa y la recompensa escasa, no menos
venturosa debe ser la voluntad de emprenderla a fuer de quedar preso de la impotencia.
Es preferible una honrosa derrota que una huera pasividad hamacada de falsa
tolerancia.
La base de la identidad española es
la bronca íbera, el lance iracundo entre pueblos hermanos. ¡Qué ya desde
tiempos de Indívil y la de Elche venimos afanados en batir el récord mundial de
lances fraticidas! Y es que nos sobra coraje y nos falta genio. Siendo ambos
atributos propios del ser español, preferimos el primero al segundo. Porque lo
nuestro es recordar a nuestros antepasados y no perdonar lo que ellos no
perdonaron es que no se nos caen los anillos a la hora de abroncarnos. ¡El
pasado, ay, el pasado! Lo adoramos aun cuando es una piedra de molino que
cargamos en el cuello y que nos impide elevar la testuz y ver más alto. De la mirada
encaramada nace nuestro genio, el genio cervantino, el genio generoso, el
caballeroso genio que, loco y cuerdo a la vez, es capaz de traccionar del carro
de la civilización.
¡Cuántos genios españoles hemos
sacrificado en el ara de la discordia! ¡Cuántos poetas, sacerdotes, madres e
hijos hemos lacerado con las piedras del odio! ¡Cuántos brillantes númenes de
la cultura hemos lanzado por cubierta! Nos tapamos la cara de vergüenza y, con
la birra en la mano, preferimos mirar a otro lado, olvidando tanto ultraje bebiendo
de la copa de la indiferencia cómplice. Ciertamente, la patria española no
tiene quien le escriba. El genio permanece ocioso, dormido entre meseta y
cordillera, recostado en los tajos, desentendido de los olivares y los
naranjos.
Es hora de echar mano de nuestro coraje
secular para liberarnos de la rencilla y promocionar el genio. Ese genio que
condujo la pluma de Cervantes, el pincel de Goya, la mirada atenta sobre el
microscopio de Ramón y Cajal, la lucha legítima de Clara Campoamor, el verso
sabio de Alfonso X, el erótico discurso de Ortega y el trabajo de miles de
ciudadanos que han impulsado el movimiento del voluntariado en el mundo. Estas son
las cartas que espera España, esa España que pudo ser y no ha sido, esa España
que llevamos grabada en el tuétano y en el alma.
Francisco Capacete
Filósofo y abogado
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