Desde
hace muchos años vengo llamando la atención sobre el error fundamental de la
teoría darwiniana y su vástago, la teoría neodarwiniana, que supone considerar
la competencia un factor clave de la evolución. Y no es difícil demostrarlo
porque en la naturaleza encontramos muchos más casos de colaboración que de
competencia. Es claro que las imágenes de machos mamíferos luchando entre ellos
en la época de celo son muy ilustrativas y casi demoledoras de cualquier otro
intento de explicación. No obstante, son casos aislados comparados con los
otros millones de especies que no compiten, sino que colaboran y sobreviven.
Hace
pocos días, mientras jugaba con unos amigos a voleibol en el Parc de Sa Riera, se nos acercaron dos
jóvenes de unos doce o trece años de edad y uno de ellos nos preguntó: “¿puedo
jugar con vosotros?”. Nos alegró mucho compartir el entrenamiento con él.
Rápidamente se integró en el grupo y ejecutamos jugadas francamente buenas. Al
cabo de unos quince minutos volvimos a escuchar: “¿puedo jugar con vosotros yo
también?”. Era el otro jovencito –el más tímido- que, habiéndose cerciorado del
buen clima que había en la pista y venciendo la traba de la vergüenza, se moría
de ganas de participar del juego. Les explicamos que en el deporte, como en la
vida, no se trata de competir, sino de colaborar para alcanzar la excelencia
(la aretḗ de los griegos); que si
cada uno comparte lo mejor de sí mismo con los demás, todos salimos ganando y
que el resultado más válido del partido es disfrutar de ser un equipo y no la
victoria de unos sobre otros.
Nos
escuchaban con los ojos entornados como cuando la luz es demasiado intensa,
como si lo que oían fuera un espejismo. Nunca nadie les había hablado así del
deporte ni de la vida. Y aunque el pasmo interior no les dejó dar las gracias,
sé que volvieron a casa con un sentimiento de agradecimiento profundo y
verdadero. ¡Qué alegría escuchar de unas personas mayores palabras tales! Así
confirmábase para ellos lo que es duda para tantos jóvenes: no es necesario
competir con los demás para vivir bien. ¡Cuántos jóvenes se sienten frustrados
ante el adocenado futuro que les promete la sociedad actual! Un futuro
distópico, sangriento y cruel, apocalíptico, en la que unos zombis saltan sobre
otros zombis para chuparles la sangre. ¿Acaso no es esta la imagen más clara de
las consecuencias de la salvaje competencia en el mercado laboral entre seres
humanos que, más que personas, parecen muertos vivientes? No es de extrañar que
los adolescentes se distancien y no quieran saber nada de ese plan que los
mayores les proponen. Es comprensible que busquen evadirse de tan nefasto plan
con el alcohol, los juegos virtuales o la crueldad.
Afortunadamente,
las nuevas generaciones quieren construir un mundo mejor porque el presente no
les basta. Sienten en su corazón que las relaciones humanas deben ser más
naturales y los nuevos descubrimientos que permiten una mejor comprensión de
las leyes de la naturaleza les confirman que su deseo no es locura, sino clara
intuición. En la naturaleza no hay izquierdas ni derechas, ni buenos ni malos,
ni privilegiados ni desheredados, hay cooperación de todos con todos. No hay
pérdidas ni ganancias, ni victorias ni fracasos, hay evolución sincronizada,
destino creativo en el que incluso los antepasados arriman el hombro para bien
de todos.
Francisco Capacete
Filósofo y abogado
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