Hace
unos días, mientras paseaba por las Ramblas de Barcelona, me detuve ante uno de
esos kioscos que son como un supermercado de la señorita Pepis, porque me
llamaron la atención dos objetos que estaban uno al lado del otro. Un libro
para niños titulado “Planeta Extremo” y una bolsa de chips sabor extremo. Seguí
caminando rumbo a mis adentros y me enfrasqué en el concepto de lo extremo. “Fíjate”
–me dije- “¿te has dado cuenta de que lo extremo está por todos los lados de
nuestra sociedad?”. Efectivamente, desde hace algunas décadas, se lleva lo
extremo.
Han
proliferado, por ejemplo, los deportes extremos. El Camel Trophy y las apasionantes escaladas de los ochomiles de los
Himalayas pusieron de moda la práctica de actividades deportivas o de aventura
en las que llegar al límite de la resistencia y de la supervivencia. Luego
llegó el Dakar y otras carreras límites, Hace poco conocí el endurero extremo,
pruebas de enduro en las que llegan a presentarse 1.400 pilotos y llegan a la
meta apenas 14.
Atrae tanto
lo extremo que se usa en la publicidad para lograr captar la atención del
público. La publicidad extrema ha sido usada por la DGT para “crear conciencia”
y lograr bajar el número de accidentes en carretera. Un video publicitario en
el que saltan unos jóvenes por los aires al pisar minas antipersona,
extremadamente explícito, consiguió 9,5 millones de visitas en los 4 primeros
días.
En
el campo de la cultura y el entretenimiento, encontramos el metal extremo
nacido, según algunos musicólogos, en 1981 con Welcome to Hell de Venom; la arquitectura extrema o el
extremo realismo de algunas exposiciones sobre el cuerpo humano en la que se exponen
esculturas de cadáveres. Los efectos especiales colocan al cinéfilo frente a
situaciones exageradas que provocan emociones potentes e instantáneas. Y en el
mundo de la televisión, los reality shows representan la atracción por
situaciones psicológicas extremas. El pasado mes de diciembre, la televisión
rusa ha presentado un ‘reality’ extremo en Siberia donde se puede morir o
quedar mutilado. E incluso en los programas de opinión los pausados diálogos
han sido relegados al olvido por las discusiones airadas de los tertulianos.
Sin
embargo, la extremofilia va más allá del mero entretenimiento. En la última
década han ido apareciendo y agravándose conductas extremas y preocupantes que
están deteriorando las sociedades contemporáneas. El extremismo religioso y el terrorismo
fundamentalista –ya sea religioso o político- han causado y siguen causando
centenares de muertos. La conducción extrema es una moda que provoca muerte y
desolación. El estudio denominado “Nadando con cocodrilos. La cultura del consumo
extremo de alcohol” del ICAP (International
Center for Alcohol Policies), muestra la
triste realidad de una moda que cada vez se extiende más entre los jóvenes,
sobre todo, en los países del norte de Europa.
Ante todo esto, me pregunté ¿qué es lo que nos está lanzando
al extremismo? Parece que estuviéramos montados en una de esas atracciones de
feria que giran violentamente y uno queda pegado en la pared del habitáculo
boca abajo sin caer, como le sucede al agua del cubo que hacemos rodar
rápidamente. La adrenalina nos hace experimentar un espejismo de vida
apasionante. Por unos instantes nos olvidamos de todos nuestros problemas y
obligaciones y nos zambullimos en una fuerte emoción que nos alucina. El
problema es que esa vivencia extrema termina rápido y no nos deja nada,
excepto, tal vez, la dependencia por seguir experimentando sensaciones fuertes
con las que convencernos de que la vida merece la pena.
¿Tan vacías han quedado nuestras vidas que necesitamos
llenarlas de adrenalina, de alcohol, de drogas o de impactos visuales bestiales?
Desgraciadamente, sí. El materialismo salvaje, ese que niega, no solo lo
religioso y divino, sino también los ideales de justicia, bondad, belleza y
verdad, las musas y los ángeles, los grandes personajes de la historia y las
grandes proezas espirituales, ha castrado el alma humana de millones de seres
humanos. Millones de personas que han sido adoctrinadas en que lo único real es
el cuerpo. Estamos siendo llevados a los extremos por la fuerza centrífuga de
la ignorancia y las prisas sin sentido.
Aristóteles recomendaba para ser realmente feliz el camino
del justo medio, es decir, el de la armonía entre cuerpo y alma para poder desarrollar
intensa y entusiastamente la vida interior. Siddharta Gautama, el Buda,
enseñaba que el Dhammapada, la Senda de la Virtud, lleva al hombre al encuentro
consigo mismo y a la liberación de todas las máscaras que nos impiden
conocernos. Occidente y Oriente enseñaron lo mismo, no vivir nada de lo que tiene
que ver con el cuerpo en exceso, para superar la mediocridad y vivir la areté, la excelencia. Y aquellos
filósofos tenían razón, cuando una persona vive únicamente para su cuerpo cae
en la mediocridad, en la cobardía o en la temeridad; mientras que si vive
también para desarrollarse como persona, canalizando sus más altos y bellos
ideales de vida, se alza a la excelencia interior, esa que han alcanzado todos
los grandes personajes de la historia. Trabajemos para evitar los extremismos.
Para ello, debemos aspirar a ser grandes.
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