Vivimos rodeados de
mentiras. Los políticos mienten en las campañas electorales y en los comunicados
informativos. Los medios de comunicación tergiversan los hechos en función de
los intereses mercantiles de sus propietarios. Los publicistas exageran las
cualidades de los productos que las empresas necesitan vender. Y, a pesar de
que podemos reconocer cuándo nos mienten y cuándo nos cuentan la verdad,
seguimos creyendo que todas esas falsas promesas terminarán cumpliéndose ¿Somos
ingenuos o nos han narcotizado con tantas dosis de mentiras que ya no podemos
vivir sin ellas? Hay quienes llegan a pensar que la verdad no existe.
Analicemos la publicidad. Hay entidades bancarias que
ofrecen tarjetas de crédito gratuitas, concesionarios de coches que prometen
una familia feliz, refrescos que aseguran experiencias apasionantes, compañías
aéreas con descuentos elefantinos que dejan el precio del billete en 5 o 10 euros,
compañías de telefonía móvil que prometen ahorrar como nunca con la compra del
nuevo terminal, detergentes que dejan la ropa impecable sin esfuerzo o lavavajillas
que duran más que Matusalén. La lista de productos “milagrosos” es
interminable. La publicidad actual nos recuerda a aquellos vendedores ambulantes
medievales que vendían poción de momia para curarlo todo. Cuando lo vemos en
las películas nos resulta gracioso descubrir cómo convencían a los pobres
lugareños con su consumada retórica, sin darnos cuenta que a nosotros nos
convencen a diario con el mismo truco: poción de móvil, poción de auto, poción
de detergente, poción de gratis con las que alcanzar la felicidad.
¡Cómo puede ser que disponiendo de mucha más información
y formación que los hombres y mujeres de antaño, caigamos en la misma trampa! ¿Qué
mecanismos psicológicos se ponen en marcha -o se adormecen- en nosotros para
que terminemos comprando lo que ofertan sabiendo a ciencia cierta que es
mentira?
Pienso que ese mecanismo es la esperanza. Por muy mal que
vayan las cosas siempre nos queda la esperanza de vivir mejor. Somos conscientes
de la grave crisis que afecta a la política y, sin embargo, se sigue confiando
en los políticos y se los mantiene al frente de los partidos. Somos conscientes
del veneno que hay en los fármacos y se siguen tomando. Todos conocemos lo
difícil que es ser el premiado en la lotería y seguimos participando. Si lo
reflexionáramos con cierta objetividad caeríamos en la cuenta de lo absurdo de
muchas de nuestras decisiones. Y es que la esperanza, cuando no está
fundamentada en hechos, es irracionalmente absurda. Las cosas no se arreglan solo
con esperanza. Es verdad que ayuda a mantener elevado el ánimo, pero no
soluciona los problemas. ¿Acaso la esperanza puede hacer que aprobemos un
examen sin estudiar? ¿Puede aumentar el saldo de las cuentas bancarias? ¿La
esperanza nos va a hacer felices sin necesidad de mover un solo dedo? La
respuesta es, obviamente, no.
Esta esperanza irracional, absurda, ciega, es la que nos
lleva a seguir creyendo en la mentira. Y es que la verdad nos dice lo que
tenemos que hacer, la esperanza lo que tenemos que creer. Es mucho más cómoda
la segunda que la primera.
Es preferible desarrollar una esperanza de diferente
naturaleza, más racional, más realista, más convincente, es la esperanza en uno
mismo, en nuestras propias fuerzas, en nuestros sueños por muy imposibles que
parezcan, en nuestra capacidad de amar, en nuestra fuerza interior. Mantengamos
la esperanza en la justicia y en la verdad, porque de lo contrario, la mentira
y la injusticia arrasarán con todo lo bello y armonioso que queda en todavía en
cada uno de los seres humanos.
1 comentario:
Francisco, leer este artículo es -en cierta medida- repasar la clase de hoy.
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