La antroposfera es la zona de la
biosfera en la que se desarrolla la actividad humana. El desarrollo tecnológico
ha permitido a las sociedades humanas aumentar exponencialmente su actividad,
llegando a afectar a la casi totalidad de la superficie terrestre. Nos hemos
imbuido tanto de tecnología que el filósofo italiano Luciano Floridi ha
denominado infoesfera a nuestro
entorno digital, el último mundo nacido de la tékne humana. Hemos creado un mundo sutil, etéreo, onditudinal, del
que depende prácticamente toda la actividad humana. Por caminos invisibles, por
rutas inextricables y senderos desconocidos, marcha la información que
necesitamos para realizar nuestra actividad cotidiana.
Floridi ha identificado la inteligencia
artificial de nuestros días como la responsable de una profunda ofensa al ser
humano. Ha secuestrado nuestra libertad y, por tanto, nuestra sensibilidad
ética. Así como el mercado manda lo que hay que comprar y vender, así como los
modelos meteorológicos nos indican si podemos salir de excursión con la
familia, de la misma manera, lo digital determina, despóticamente, la inmensa
mayoría de nuestras acciones. ¡Cuántas veces no nos ha ocurrido eso de que “el
programa no me deja”, cuando hemos ido a hacer una reclamación por un error de
una gran compañía! ¡Qué tristeza observar que el médico de cabecera se ha
convertido en un servidor del programa informático y, en lugar de mirar al
paciente, mira la pantalla del ordenador como si fuera éste lo más importante!
Qué denigrante descubrir que una inteligencia artificial está decidiendo lo que
nos gusta. Y qué decir cuando queremos ser atendidos por un ser humano y lo que
escuchamos al otro lado de la línea es un programa informático con voz cuasi
humana.
Como todo ello es lo habitual corremos
el riesgo de confundirlo con la realidad. No. No podemos consentir que nos
convenzan que lo real es ese trato degradante. Los seres humanos merecemos un
trato humano. La eficacia sola no basta, requerimos alma, arte, calidez,
comprensión, empatía, solidaridad, compasión, ánimos, apoyo, abrazos, besos,
miradas, en definitiva, espíritu.
Nos hemos secuestrado la ética y el
espíritu humanos con la excusa de la eficacia. Eficacia como sinónimo de
optimización de recursos. Optimización de recursos como sinónimo eufemístico de
despidos y recortes de plantillas (no de ahorro energético e impacto
ambiental). Eficacia como sinónimo de mejor servicio. Mejor servicio como
sinónimo de rapidez e inmediatez (no de calidad). Rapidez como sinónimo de
“cuanto antes, sea como sea”. Eficacia como sinónimo de barato, cueste lo que
cueste.
La tecnología digital permite
realizar muchos millones de procesos más que hace cincuenta años. La
consecuencia es la devastación del planeta. Para fabricar artilugios digitales
se destruyen selvas y pueblos enteros. Destruir un pueblo es destruir su
historia, su cultura, su sabiduría, su futuro. Es destruir la diversidad
humana. Las corrientes de circulación digital consumen inmensas cantidades de
energía que sólo pueden generarse a través de centrales nucleares. Y ya sabemos
adónde van a parar los residuos nucleares. A lugares donde seguramente
afectarán al medio ambiente por miles de años. Gracias a la tecnología digital
compramos y vendemos por todo el mundo, vendiendo sandías de China en Mallorca
y sandalias de Menorca en Pekín. ¿Realmente necesitamos sandías chinas en
Mallorca y los pekineses sandalias menorquinas? Seguro que no. El problema es
que transportar las sandías y las sandalias requiere quemar mucho combustible.
La tecnología digital se ha
infiltrado de tal manera en el ocio que los jóvenes y no tan jóvenes
desatienden las relaciones humanas por su dependencia de los dispositivos
digitales y la oferta de entretenimiento que ofrecen. Un entretenimiento tan
superficial que cada vez es más difícil encontrar personas que piensen por sí
mismas y tengan cierta capacidad de reflexión. Un hombre que no piensa deja de
ser hombre y se convierte, en la era digital, no en un animal, sino en una
máquina. A este ritmo, las inteligencias artificiales superarán con creces a la
humana y es que se lo habremos facilitado enormemente.
El trato denigrante, la contaminación
enfermiza y la deshumanización creciente son las lacras de la infoesfera. ¿Cómo
hemos podido admitir todo esto? ¿Por qué no nos hemos levantado antes contra
tal erosión de lo humano? El argumento preferido para justificar la tiranía de
la tecnología digital a cualquier precio ha venido siendo la salud. Cada vez
que se ha pronunciado alguien en contra del abuso de la tecnología, han
contrarrestado sus argumentos con los grandes avances que lo digital ha
producido en medicina. Ante el tema de la salud pareciera que tuviéramos que tragarnos
nuestros reproches. Sin embargo, un repaso de la evolución de nuestras
costumbres nos permitirá seguir argumentando en contra del abuso de la
tecnología superando la excusa del avance en temas de salud.
Antes del desarrollo del consumismo
se vivía de una manera más saludable. Los alimentos eran más naturales, las
bebidas menos azucaradas, las carnes menos cancerígenas y los entremeses menos
grasientos. Se vivía con un ritmo menos frenético y el estrés era mucho más
bajo. Las dolencias cardíacas no llegaban, ni por asomo, a los índices
actuales. Se respiraba un aire menos contaminado y, siendo el nivel cultural
más elevado, los problemas psicológicos eran menos y menores. Pero llegó el
consumismo y lo trastocó todo, produciendo, a su vez, más enfermedades y
agravando las ya conocidas. Ante tal panorama producido artificialmente, la
medicina tuvo que ponerse a encontrar remedios y, con ayuda de la tecnología
digital, ha fabricado muchos medicamentos y tratamientos para curar los
desarreglos del consumismo. Así, el avance en tecnología médica está
propiciando la continuidad de la sociedad enferma.
No podemos dejar que la tecnología
digital dicte nuestra manera de vivir, de pensar, ni de sentir. Mientras tengamos
la ética secuestrada por la eficacia, no nos daremos cuenta del entuerto en el
que estamos metidos. Salgamos de aquí concienciando que la eficacia no vale a
cualquier precio y menos al precio de vender nuestra alma y nuestra identidad.
Francisco Capacete González
Abogado y filósofo
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