Mallorca
es, indiscutiblemente, una tierra acogedora, amable y nutridora. Y los
mallorquines nunca hemos tratado mal al foráneo ni al extranjero. Todo lo contrario.
La hospitalidad hace sentirse al que llega de fuera casi como en su tierra y, a
veces, mejor que en su propia tierra. A veces les cautiva la belleza casi
espiritual del paisaje, como a Robert Greaves, quien dejó Oxford para afincarse
en Deià. Jaume I exclamó la primera vez
que divisó la Medina Mayurqa, que le
parecía la ciudad más bella de cuantas conocía. El Archiduque, como se lo
conoce popularmente, expresó con estas palabras su profundo amor hacia la isla:
“Cuando hayas contemplado la grandeza de Mallorca, cuando hayas comprendido su
profundo secreto de la Isla de Oro, la amarás toda la vida”. Josep Coll i Bardolet
se enamoró de la luz y el paisaje de Mallorca y, además de gironés, se hizo
mallorquín.
Otras veces los forasteros encuentran su
lugar en Mallorca. Mi madre nació en Écija (Sevilla) y emigró a Palma cuando
tenía 28 años de edad, ciudad en la que falleció. Recordaba con ilusión sus
años mozos a pesar del hambre y las penurias propias de la postguerra. Pero
cuando sus hijos le preguntábamos si prefería vivir en Sevilla o en Mallorca,
ella sin dudar contestaba que para qué se iba a marchar de la isla si aquí
estaban su casa y su familia. Y no lo decía solo en el sentido de perder unas
propiedades o alejarse de los seres queridos, sino más bien le resultaba
absurdo dejar su tierra, su lugar en el mundo. Mi madre se sintió acogida desde
el principio en Palma y esta tierra la hizo hija predilecta, como a tantos
miles de inmigrantes. Somos tan hospitalarios que, según informaba este medio
el 8 de julio de 2014, los niños saharauis del campamento de refugiados de
Tindouf que son invitados a pasar unos días en verano, lloran cuando vuelven a
ver a las familias que les acogieron el año anterior.
¿Somos conservadores? ¿Nuestra mentalidad
es conservadora? Sinceramente, pienso que sí. No me refiero a una opción
política conservadora –aunque tiene su reflejo en la política-, sino a una
natural inclinación a hacer lo de siempre. Nos gusta hacer lo que se ha hecho
siempre, a veces por pereza, otras por miedo al cambio y otras por sentido
común, es decir, que lo que hicieron es
fadrins es lo que funciona mejor, por ejemplo, las técnicas de empeltar.
Es verdad que en cuestiones de patrimonio
histórico no hemos sido diligentes, nos hemos despreocupado de conservar las
ruinas arqueológicas, los museos y de rescatar las piezas de inapreciable valor
que han desaparecido en el mercado negro. En este sentido, tenemos un suspenso
como una catedral. Nos interesamos más por las danzas tradicionales, algunas de
las cuales han sido rescatadas del olvido como la de los cossiers, por las fiestas de carácter mitológico y popular como el
“Cant de la Sibil.la”, por las técnicas de construcción como la pedra en sec, que por el patrimonio
arquitectónico histórico. Así que además de entonar el litúrgico canto medieval
o La Balanguera, nos conviene entonar, en este sentido, un mea culpa.
Pienso que somos de naturaleza conservadora
porque amamos la paz. Cuando miro las casas de foravila, con sus terrazas y balcones orientados al este, donde
poder sentarse al atardecer a descansar, imagino una vida más sencilla, con
menos preocupaciones y prisas, imagino la vida que vivieron los abuelos hasta
no hace mucho. Valoramos la paz y nos preocupamos mucho por no molestar. Claro,
en Ciutat es más difícil no molestar porque somos muchos
en poco espacio y -quieras o no- nos molestamos cuando uno aparca en doble fila
para ir a comprar la barra de pan, o cuando queremos entrar todos a la vez en
el autobús y el conductor solo ha abierto una de las hojas de la puerta
delantera o cuando el deporte depara celebraciones nocturnas. Pero si nos
detenemos un poco a observar nuestra conducta, seguro que detectamos esa
inclinación a no molestar a los demás.
Somos alegres. Nos sale natural la alegría,
el chiste, el meternos con el otro para hacer una gracia y el reírnos de
nosotros mismos y nuestras costumbres, como aquel amigo que me decía que un
mallorquín no puede ser torero, porque para ser torero hay que tener “un poc de
nirvis” y, claro, los mallorquines somos demasiado tranquilos como para
enfrentar a una bestia que embiste a 10 pitones por minuto. Somos más alegres
que los catalanes y los aragoneses, a pesar de que la mayoría de la población
de la isla procede de estos pueblos. De modo que deduzco que este rasgo de
nuestro carácter pudiera ser una herencia musulmana mediterránea. Y es que los
musulmanes dejaron una profunda huella en nuestra cultura, en el lenguaje, en
las tradiciones, en las costumbres y, seguramente, en el carácter. He viajado
varias veces por Marruecos y Egipto y he paseado por los barrios donde no
suelen llegar los turistas, donde se vende alcohol en bolsas de basura y el
tiempo transcurre perezosamente. Y he descubierto que compartimos algunos
caracteres como la parsimonia, la alegría, el no agobiarse y la hospitalidad.
Estos rasgos de nuestro carácter y otros
que todavía no conozco pueden aparecer en cada persona como virtud o como
defecto, dependiendo cómo se vivan. El no molestar y la inclinación por la
tranquilidad pueden vivirse junto a la solidaridad o, por el contrario,
limitados por la indiferencia. Los caracteres no son ni virtudes ni defectos,
pero pueden ser modificados por virtudes y defectos.
He compartido contigo, querido lector,
algunos caracteres que en su conjunto pueden reflejar un pueblo ideal. Y esto es
lo que deseo de todo corazón, que todos, individual y colectivamente, marchemos
hacia un futuro ideal que nos inspire una Mallorca mejor.
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