jueves, 5 de febrero de 2015

La mentira y la esperanza



Vivimos rodeados de mentiras. Los políticos mienten en las campañas electorales y en los comunicados informativos. Los medios de comunicación tergiversan los hechos en función de los intereses mercantiles de sus propietarios. Los publicistas exageran las cualidades de los productos que las empresas necesitan vender. Y, a pesar de que podemos reconocer cuándo nos mienten y cuándo nos cuentan la verdad, seguimos creyendo que todas esas falsas promesas terminarán cumpliéndose ¿Somos ingenuos o nos han narcotizado con tantas dosis de mentiras que ya no podemos vivir sin ellas? Hay quienes llegan a pensar que la verdad no existe.

            Analicemos la publicidad. Hay entidades bancarias que ofrecen tarjetas de crédito gratuitas, concesionarios de coches que prometen una familia feliz, refrescos que aseguran experiencias apasionantes, compañías aéreas con descuentos elefantinos que dejan el precio del billete en 5 o 10 euros, compañías de telefonía móvil que prometen ahorrar como nunca con la compra del nuevo terminal, detergentes que dejan la ropa impecable sin esfuerzo o lavavajillas que duran más que Matusalén. La lista de productos “milagrosos” es interminable. La publicidad actual nos recuerda a aquellos vendedores ambulantes medievales que vendían poción de momia para curarlo todo. Cuando lo vemos en las películas nos resulta gracioso descubrir cómo convencían a los pobres lugareños con su consumada retórica, sin darnos cuenta que a nosotros nos convencen a diario con el mismo truco: poción de móvil, poción de auto, poción de detergente, poción de gratis con las que alcanzar la felicidad.

            ¡Cómo puede ser que disponiendo de mucha más información y formación que los hombres y mujeres de antaño, caigamos en la misma trampa! ¿Qué mecanismos psicológicos se ponen en marcha -o se adormecen- en nosotros para que terminemos comprando lo que ofertan sabiendo a ciencia cierta que es mentira?

            Pienso que ese mecanismo es la esperanza. Por muy mal que vayan las cosas siempre nos queda la esperanza de vivir mejor. Somos conscientes de la grave crisis que afecta a la política y, sin embargo, se sigue confiando en los políticos y se los mantiene al frente de los partidos. Somos conscientes del veneno que hay en los fármacos y se siguen tomando. Todos conocemos lo difícil que es ser el premiado en la lotería y seguimos participando. Si lo reflexionáramos con cierta objetividad caeríamos en la cuenta de lo absurdo de muchas de nuestras decisiones. Y es que la esperanza, cuando no está fundamentada en hechos, es irracionalmente absurda. Las cosas no se arreglan solo con esperanza. Es verdad que ayuda a mantener elevado el ánimo, pero no soluciona los problemas. ¿Acaso la esperanza puede hacer que aprobemos un examen sin estudiar? ¿Puede aumentar el saldo de las cuentas bancarias? ¿La esperanza nos va a hacer felices sin necesidad de mover un solo dedo? La respuesta es, obviamente, no.

            Esta esperanza irracional, absurda, ciega, es la que nos lleva a seguir creyendo en la mentira. Y es que la verdad nos dice lo que tenemos que hacer, la esperanza lo que tenemos que creer. Es mucho más cómoda la segunda que la primera.


            Es preferible desarrollar una esperanza de diferente naturaleza, más racional, más realista, más convincente, es la esperanza en uno mismo, en nuestras propias fuerzas, en nuestros sueños por muy imposibles que parezcan, en nuestra capacidad de amar, en nuestra fuerza interior. Mantengamos la esperanza en la justicia y en la verdad, porque de lo contrario, la mentira y la injusticia arrasarán con todo lo bello y armonioso que queda en todavía en cada uno de los seres humanos.